Los cinco mejores relatos apocalípticos

La Biblioteca del Fin del Mundo - 14º Capítulo

Podés ver el 13er capítulo de la Biblioteca del Fin del Mundo en este LINK.

¿Cuáles son los mejores libros, cómics y películas de la historia? En esta serie creada por El Santa (santaplix_el_santa), un muchacho escapa con su carpincho (sí, leíste bien) a través de un mundo posapocalíptico mientras hace la lista de textos a salvar en su... ¡Biblioteca del Fin del Mundo!

Esto es Trelew. Hasta hace poco era una ciudad como otras tantas que hay en la Patagonia. Hoy se distingue del resto por estar atravesada por el cadáver de un canucal. Este gigantesco animal, especie de dragón marino cayó del cielo junto con una buena parte del océano que lo circundaba. Fue transportado en uno de los destellos blancos, cayó desde unos cincuenta metros de altura, media cuadra. El golpe hizo colapsar la osamenta del pobre animal. Luego agonizó un par de días hasta que el peso de su propio cuerpo aplastó los órganos internos. Las semanas que pasaron bajo el sol semidesértico trabajaron sobre él, como lo harían con cualquier caballo, perro o gato que haya terminado sus días solo y tirado en la banquina de la Ruta 3.

Entre los restos de lo que fuera una pintoresca glorieta, en el centro de la plaza Independencia, un insignificante hombre de lentes oscuros vociferaba mientras apuntaba a la cabeza de Mahapu que, atada e inconsciente, yacía junto al también desmayado Machuca. "¿Dónde está Arami?”, gritaba mirando la línea baja de los techos. Más allá, las púas dorsales del canucal. Todas las calles del centro tenían veinte centímetros de agua. Esto le daba a los gritos una reverberancia particular al irse desvaneciendo. Cuando el hombre armado aspiró para volver a gritar fue atravesado por un proyectil que hizo explotar su cabeza. La multitud que lo rodeaba en una precisa coreografía miró en la dirección contraria a la que tomaron las gotas y restos de masa encefálica que generó el impacto. Una mujer con ropa deportiva agarró la pistola y tomó las funciones del recién ejecutado. “¿Dónde está Arami? Pensá bien si tenés suficientes balas para todos y pensá bien cuándo voy a decidir ejecutar al primero de tus amigos”, cerró la sentencia con un disparo que atravesó la pantorrilla de Machuca para astillar una de las baldosas azules.

Arami

Vi a lo lejos al muchacho atado gritando de dolor. Me adentré en la multitud para poder ver mejor. No sabía de dónde había salido tanta gente. Todos los que conocía dejaron la ciudad cuando el dragón cayó. La mayoría se fueron a Rawson por la posibilidad de abordar un barco. Otros eligieron Gaiman por estar mas aisaldo de todo. Pero todos se habían ido. La ciudad parecía un cementerio. Salvo mis hermanos y yo, un par de vecinos y algunas familias de “Las mil”. Y de golpe, esta camionada de gente que se junta en la plaza. “Ya es bastante malo que unos locos con un arma pregunten por mí. Pero lo peor es que hay otro loco con otra pistola que sabe de mí, y no sé qué carajo quiere.” Desde el borde interno de la multitud pude ver mejor lo que estaba pasando. La flaca de la pistola seguía gritando. El pibe seguía sangrando. La otra prisionera se había despertado, pero se mantuvo quieta para no levantar la perdiz. Hasta que, vaya uno a saber por qué, me miró. La muy hija de yuta me estaba mirando directo a los ojos. Imposible, imposible. El pibe también me encontró. Empecé a retroceder, a internarme en la multitud. Por suerte, no parecía que fuesen a entregarme a la loca del arma. Aunque tampoco sabía si su amigo francotirador iba a volarme la cabeza. Mientras reculaba, choqué con un nene al que le puse mi mejor cara de ternura. El nene este parecía un chico común, pero poco a poco la cara se le fue transformando. Más que la cara, fue la mirada. Como si atrás de esa careta infantil me estuviese espiando un viejo de mierda, como esos viejos chotos que te apoyan en el bondi.

“¿Cuánto pensás que voy a tardar en encontrarla? Estás de-mo-ran-do”, la frase se fue apagando y ralentizando entre los dientes de la mujer que amenazaba a Mahapu y Machuca. Miró a la multitud y vio cómo esta la miraba. No vio los ojos de la gente mirándola. Vio a través de cada una de las personas que estaban allí. Se vio desde cientos de puntos de vista. Desde diferentes alturas y distancias. Se vio a través de los ojos de cuatro perros y seis gatos. Vio cómo unos cuantos gorriones la miraban desde las ramas de los pocos árboles que se habían mantenido en pie. Y entre todas estas imágenes simultáneas, no superpuestas ni confundidas, vio a través de los ojos de un niño a una especie de perro pardo y ojos amarillos. Ella no estaba en esos ojos. Como racimos, las cabezas de la multitud giraron para buscar a ese perro. A ese punto ciego. La mujer de ropa deportiva puso su atención en lo que pasaba a varios metros y relajó el brazo que empuñaba el arma. El perro -la perra, a decir verdad- dio un paso. Quizás fue esto, quizás fue algo que solo alguien que existe en múltiples cuerpos puede detectar. Sea lo que sea que haya sido, desencadenó, como un chasquido, el caos. La horda se encorvó sobre su ansiada presa. Un disparo acabó con la mujer que sostenía el arma. Arami buscaba en cada salto algún intersticio entre sus perseguidores. Desde lejos, un francotirador la ayudaba despejando el camino. En la plaza, Mahapu y Machuca se habían librado de sus ataduras.

De tanto apretar, Machuca ya había acabado con el recubrimiento acolchado del volante. El motor corría a su máxima capacidad de revoluciones por minuto. Mahapu había sugerido un par de kilómetros atrás deshacerse de algunos libros para eliminar peso. También sugirió tirar al “fanático religioso”. Pero, en ambas oportunidades, Machuca se negó. La persecución llevaba más de media hora; con sus más y sus menos, la distancia entre uno y otro bando se mantenía constante.

Por el acecho, por la sensación de estar llegando al final de una extraña odisea y el paisaje abrumador, el aspirante a bibliotecario repasó en su mente alguno de los relatos apocalípticos que ahora le parecían mucho más cercanos.

La carretera (2006), de Cormac McCarthy

Este relato del fin del mundo del hombre hace más o menos lo mismo que hacen muchos otros, pero -y es un gran pero- lo hace con mucha, mucha mala leche.

El cartero (1985), de David Brin

Relato que, en un primer momento, se publicó en dos partes. Es ese tipo de historia posapocalíptica, pero con un sentido fundacional. Su protagonista podría aparecer sin problemas en el “lejano oeste” de Hollywood.

Metro 2033 (2005), de Dmitry Glukhovsky

Siempre es un buen memento para meterse en el mundo de la ciencia ficción rusa. Y esta es una muy buena puerta de entrada. Lo que queda de la humanidad se refugia en los subtes de Moscú. Este horizonte de acontecimientos dio como fruto una serie de relatos y un salto al mundo de los videojuegos.

Caminando hacia el fin del mundo (1974), de Suzy McKee Charnas

Un relato que levantó mucho polvo en su momento por su premisa radical. Tanto fue así que su autora tuvo problemas para poder publicar la segunda parte de esta historia. Como con La carretera, donde algunas historias pasan en puntillas, esta se entierra hasta la rodilla.

El último hombre (1826), de Mary Shelley

La precursora de todo, la abuela del género. Ya a mediados del siglo XIX se despacha con una historia de plagas que arrasan la Tierra.


Los gritos de Mahapu trajeron al muchacho de vuelta a la carretera y a la persecución. Su compañera no exageraba. Más allá del parabrisas, una avioneta se precipitó a tierra a toda velocidad. Fue un kamikaze contra la tierra, su única intención era detenerlos. Ante semejante explosión, Machuca aplastó el freno contra el piso a más no poder. Las ruedas dejaron dos marcas negras sobre el asfalto y el auto perdió la estabilidad. Voló dando vueltas a través del fuego que consumía los restos de la avioneta. Dio vueltas rebotando como una piedra plana que se lanza rasante contra la superficie de un espejo de agua. Cuando se detuvo, el auto había involucionado a una crisálida asimétrica de metal y fibra de vidrio.

Los cuerpos magullados de Mahapu y Machuca quedaron como la mayoría de los libros salpicados sobre la ruta. La fila de autos que los perseguía se enroscó alrededor del accidente. De las tantas personas que bajaron de los vehículos, uno se acercó al aspirante de bibliotecario, que a pesar de todo conservaba cierto grado de lucidez. “Voy a necesitar que me expliques más sobre esa tal Arami que está en Trelew” dijo el hombre de la caravana.

En aquel momento Machuca no lo reconoció, pero ese mismo hombre había estado presente en el banquete de despedida que le había organizado la gente del pueblo sitiado. Allí, El Tege había contado parte de su plan de acción para detener el colapso de las tres esferas. Él, que gracias a su cuerpo acorazado había podido escapar sin problemas del accidente y ahora observaba todo el cuadro desde una distancia segura.

Milgentes

Cuando el primer destello blanco recorrió las tres esferas, quiso el azar que coincidiera con el nacimiento de un niño. En el futuro, algunos dirían que esto fue causa suficiente para la vida prodigiosa que se le otorgó. Otros agregarían a la historia que aquel niño fue el hijo de una bruja correntina y que esos dos factores conjugados obraron el milagro. Lo cierto es que este niño volvió a nacer en Kenya al ocurrir el siguiente destello. Y otra vez en Tierra del Fuego. El décimo nacimiento se dio sin estar sincronizado con tal fenómeno. La onceava encarnación se dio en un gorrión. El vigésimo segundo nacimiento -y fue este el gran punto de quiebre- se produjo en Neuquén, treinta años antes del primer nacimiento. Para cuando Milgentes se cruzó con nuestros tres protagonistas, ya contaba con dos mil trescientos ochenta y siete cuerpos repartidos en las tres esferas. Con alguno de sus cuerpos tuvo una larga y tranquila vida. Fue madre y padre, granjero/a, soldado, doctora, sacerdotisa y ladrón/a; fue asesinado/a y asesinó con y sin motivo. Murió de hambre, ahogado/a, mutilado/a, de viejo/a, de tuberculosis. Pero siempre volvía a nacer. Milgentes saboreaba cada una de las vicisitudes de sus vidas sabiendo que todo pasaría. Pero, cuando se topó con este trío desparejo que buscaba interferir o alterar el único suceso singular a lo largo de todas sus vidas, no reaccionó bien.

“Con la ayuda de Arami, vamos a solucionar todo este caos. Y las cosas volverán a ser como antes, como si esto nunca hubiese sucedido”. Las palabras pronunciadas por esa cabeza de carpincho lo sumió en un pavor desconocido hasta ese día. La mera posibilidad de enfrentarse a su mortalidad era algo inaprensible para Milgentes. Después de todo, sumando todos sus años de vida, ya llevaba más de tres siglos sobre la tierra. Su existencia comenzó con los destellos... ¿Dejaría de existir si estos dejaban de ocurrir o si nunca hubiesen ocurrido? Cualquiera fuese la respuesta, él no pretendía averiguarla.

Etiquetas: Biblioteca del Fin del Mundo La columna de El Santa

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