Los cinco mejores relatos de H.P. Lovecraft
La Biblioteca del Fin del Mundo - 7º Capítulo
Podés ver el 6º capítulo de la Biblioteca del Fin del Mundo en este LINK.
¿Cuáles son los mejores libros, cómics y películas de la historia? En esta serie creada por El Santa (santaplix_el_santa), un muchacho escapa con su carpincho (sí, leíste bien) a través de un mundo posapocalíptico mientras hace la lista de textos a salvar en su... ¡Biblioteca del Fin del Mundo!
La pared gris y rugosa comenzó a calentarse y brillar hasta alcanzar el rojo-blanco. Del pequeño sol bidimensional emergió primero Mahapu. Después, con mucha menos elegancia, aterrizó Machuca. La estancia y su espacialidad poco tenían que ver con el perfil cilíndrico de la torre exterior. Una gran sala y un bosque de columnas los habían recibido. A la altura de los ojos, configurando una tira horizontal de dos palmas de alto, podía verse una serie de caracteres curvos, minuciosamente labrados.
Sin intentarlo -ni notarlo-, Machuca quedó enredado en la extraña caligrafía. Al verlo en este trance, Mahapu lo sacudió violentamente: “¡no mires esos grabados! Esas son las historias que los brujos grabaron a pedido del rey para engatusar a sus siervos. Ensalzan sus logros y sacrificos, y ocultan todo lo demás. No los veas, o te será imposible penetrar en la cámara dorada”. Mientras decía estas palabras, de su cinturón sacó un rectángulo de cuero del tamaño de la palma de una mano. Sosteniendo el trozo de cuero con ambas manos, se movió por la gran estancia. Miró aquí y allá, una y otra vez, saltando sus ojos entre las baldosas decoradas en tonos de rojo y su nota. “¡Acá!”, llamó a Machuca con un gesto escandaloso. Ambos se colocaron dentro de un círculo inscripto en un hexágono. La misma figura se repetía en el rectángulo de cuero que Mahapu volvía a guardar. Ella levantó su dedo, indicando que había que esperar. Machuca apretó su mazo con más fuerza. Ella miraba un punto indefinido cerca del techo abovedado. La punta de su lanza corta parecía flotar en el aire, un ligero vaivén acompasado con la respiración constante de la experimentada ladrona. Estaba esperando algo. Entonces, sonaron tres campanadas. Y esta fue la señal para que, primero la guerrera y después el bibliotecario, iniciaran la marcha.
“¿Qué fue todo eso?”, preguntó el muchacho mientras mantenían un trote ligero y avanzaban por uno de los pasillos que desembocaban en la sala. “¿Qué tan raro es el mundo de donde venís?”. No hubo reacción en el bibliotecario. “No se puede llegar a un lugar determinado sin salir de un punto predeterminado. De haber partido desde otra baldosa o salido en otro momento, este camino nos podría haber llevado a la fosa, al exterior de la torre o al laberinto. ¿Cómo pensás que funciona el tiempo y el espacio? Es la misma razón por la que no podés saltar a tu mundo en el mismo punto donde llegaste y esperar volver al momento y lugar de donde partiste”. Machuca comprendió que no podía apartarse de Mahapu si quería salir de esa torre.
Pasaron por diferentes salones, todos ellos abandonados años atrás. Unos desbordaban de abigarradas decoraciones que sobresalían de paredes y techos; otros parecían haber sido salas de guerra, con enormes mapas desplegados en las paredes, con armas de todo tipo aquí y allá. Otro era un estrecho salón rojo, con los bustos de siete jóvenes y siete cajas de cristal protegiendo del paso del tiempo a unos minuciosos vestidos de colores con piedras engarzadas. Cada recinto parecía resumir un aspecto de la vida de un antiguo monarca. Era una presencia constante, y era un permanente esfuerzo no caer en la atracción de la cinta labrada con los preciosos caracteres ondulantes. Ellos seguían avanzando. Sus ligeros pasos dejaban una delicada huella en la fina película de polvo blanco que cubría el piso. Habían estado avanzando y girando a izquierda y derecha durante tanto tiempo que el mazo que llevaba ya no solo le pesaba en los brazos: también se hacía sentir en cuello y espalda.
Aunque ellos no lo supieron al verlo, aquel arco de medio punto construido en piedra negra sería la última puerta que deberían atravesar antes de llegar a la cámara dorada. A cada lado de la abertura, ancha como para que pasaran seis caballos a la vez, había dos figuras de bronce. Eran animales imposibles, mezcla de yacaré y alacrán. Más allá de las esculturas, los recibió un frío tan punzante que cortó el ritmo de la respiración, como a quien se mete por primera vez al mar en el sur de Chile. Un abismo se abría ante ellos. Y, sobre este, una pasarela angosta. Al otro lado del vacío, y frente a un portal equivalente al que acababan de atravesar, un grupo de guardianes los esperaban. Esos seres, aullantes y azules, se movían como insectos atrapados en una caja. Machuca noto el sembradío de cráneos y armaduras que se apilaban en los rincones. A uno y otro lado del abismo, las marcas de batallas e incontables muertes eran un aterrador complemento al aire frío que brotaba de la infinita garganta negra que tenían delante de ellos. “Si tenés que elegir una muerte, que sea a manos de los hombres azules. No caigas en el abismo”. Mahapu avanzó hacia la pasarela y su imponente espalda abarcó el campo visual del joven bibliotecario. Aquellas palabras lo golpearon de tal manera que, por unos instantes, solo pudo pensar en el horror cósmico:
La llamada de Cthulhu (1926)
Escrita por H.P. Lovecraft, esta sea quizás la obra que mejor condensa todo lo que este autor ofrece: hay una secta que adora a un ser imposible llegado desde los confines del espacio. La desesperanza y el sinsentido de la creación es el marco perfecto para este universo hostil que el relato nos pinta.
Dagón (1917)
Uno de los relatos tempraneros de Lovecraft, con un tópico de la imaginería del escritor: el hombre frente a los terrores de un océano inexplorado y misterioso. Dagón es uno de los seres más cautivadores dentro del panteón lovecraftiano.
El templo (1920)
Tal vez sus detractores digan, sin forzar mucho la verdad, que todos los relatos de Lovecraft caen demasiado cerca unos de otros. Pero también es justo decir que, en cada entrega, este escritor nos sumerge en un vasto universo desalmado y cruel. Son como piezas de un rompecabezas que comparten tono y tema de una imagen abarcadora.
El color que cayó del cielo (1927)
Más allá de recordarnos que el horror de Lovecraft no proviene del mundo místico o sobrenatural (muy por el contrario, la verdad que esconde el infinito cosmos materialista basta para arrastrarnos hasta la más incómoda locura), este relato nos muestra claramente otra de las virtudes del escritor de Providence: juega todo el tiempo con lo inimaginable. En este caso, un nuevo color.
El caso de Charles Dexter Ward (1927-28)
Novela corta. Un hombre se descubre descendiente de un peligroso nigromante. El mundo de la alquimia y la magia se cierne sobre él, llevándolo a un trágico final.
Cuando pudo volver a su contexto, el bibliotecario se sorprendió al ver que su cuerpo había reaccionado adoptando una posición defensiva, al tiempo que sostenía el mazo con ambas manos. Unos metros más adelante, sobre la pasarela, la figura sólida e inamovible de Mahapu daba cuenta de los hombres azules. Estos saltaban sobre ella una y otra vez, infligiéndole cortes con sus garras y dientes. Quiso sumarse a la batalla, pero ella lo frenó con un grito. Tenerlo sobre la plataforma sería más una preocupación que un alivio, ambos lo sabían. Pero Machuca no pudo evitar intentarlo. Los hombros de la guerrera estaban bañados en sangre por completo. El líquido espeso avanzaba hasta sus manos y añadía una dificultad extra al manejo de su lanza. Dos hombres azules habían caído por la fosa. A un tercero lo agarró por el cuello y le estrelló la cabeza contra el suelo. Hubo cuatro más para terminar. Ella comenzaba a respirar por la boca. Su arma se hacía más pesada con cada ataque, mientras sus enemigos tenían tiempo de relevarse y descansar, aunque más no fueran unos segundos entre una embestida y otra.
En una decisión temeraria, Mahapu saltó hacia adelante, embistiendo a dos de los guardias. Uno quedó colgando de la pasarela, las uñas arrancadas por la desesperación de no caer. Poco le sirvió el esfuerzo ya que, al instante, el muchacho y su mazo terminaron el trabajo destrozándole la mano. Mahapu se hizo un ovillo con las tres monstruosidades que aún luchaban. Atrapó a uno entre sus piernas y, con ellas, le rompió el cuello. Al segundo le abrió la garganta con un corte limpio, haciendo gala de una técnica aprendida en la niñez y perfeccionada en más de cien combates. Al último lo atravesó tendida en el suelo. El cuerpo flojo y sin voluntad del guardián cayó sobre ella. Tuvo que ir Machuca para sacarlo. Ella necesitaba unos minutos para recuperar el aliento. “¿Qué hay en el pozo?”. “No es un pozo". Respiró y se sentó; sacudió las manos, tratando de deshacerse de la sangre. “Es una fosa. Las fosas atraviesan la tierra y llevan a los confines del espacio.” Machuca sacó el arma argentina del cuerpo azul que yacía junto a su compañera. Se la entregó y ella la usó como bastón improvisado para ponerse en pie.
La pareja de ladrones se disponía a hacerse con el ansiado tesoro. Ella, para sumar una nueva aventura y ser la benefactora de un nuevo poblado. Él, para poder comprar el artilugio que le permitiría regresar al punto donde había dejado su mundo natal. Con suerte podría volver unos minutos después de haberse ido, asegurándose de ese modo no perder a su compañero carpincho.
Unos metros más allá del arco de medio punto -que durante años había sido custodiado por los hombres azules- se expandía en forma de óvalo la cámara dorada. En uno de los centros (el más lejano) había una estructura que parecía ser un retablo barroco dorado. Guerreros y bestias prometían maldiciones y miraban amenazantes a quien contemplaba aquella torrecilla. Era la última barrera de defensa: la superstición. De haber leído los caracteres labrados en las paredes, esas figuras habrían sido totalmente aterradoras. Y el pequeño baúl que descansaba en el centro de aquella enorme puesta teatral dormiría en paz durante otro milenio. Pero este no era el caso.
Sin embargo, no todo era tan sencillo. Caminando en círculos, intranquilo por los gritos que había escuchado, había un ser verdoso, con la piel escarpada en amarillo. Era una criatura con seis extremidades, pequeños ojos negros y un hocico largo, plagado de dientes. Aunque estaba encadenado y no podía salir del recinto que protegía, sus movimientos eran ágiles y veloces. Se movía como un tigre. Era obvio que este animal era capaz de, en un estallido de violencia, atacar como un relámpago. Mahapu soltó maldiciones y juramentos al verlo. Puso su arma en tierra y una mano -tan arma como la propia lanza- sobre el hombro del bibliotecario con la mayor gentileza. “Mirá, yo puedo encontrar otros tesoros y otras aventuras. Yo necesito solo el tipo riqueza más pueril que la civilización conoce. Pero, para poder conseguir un 'panal guía de tres mundos', es necesario tentar a los sabios y alquimistas. Y pocas cosas como la que guarda ese baúl harán el trabajo…”. Machuca la miró sin comprender. “Esa bestia de ahí no es como nosotros. El tiempo transcurre distinto a través de su cuerpo, es más veloz en todo lo que lo rodea. Uno de los dos deberá distraerlo mientras el otro da la estocada final… Podrías quedarte conmigo. Demos media vuelta y busquemos otra aventura. Me caés bien…”. Machuca se puso de pie y su altura coincidió con la de Mahapu estando arrodillada. “Tengo que ir a buscar a Godzilla.” Ella agarró su lanza. El joven muchacho dio unos saltitos para preparar los músculos de las piernas. “Apurate, ¿sí?”, le dijo, y saltó a la cámara dorada.
La bestia se abalanzó sobre el intruso. El bibliotecario se vio afectado por la diferencia de espacio-tiempo que aquel animal traía consigo. Al momento de acercársele, comenzó a envejecer. Según su perspectiva, la criatura debía tener miles de años, pero dentro de la piel de la bestia solo parecían haber pasado unos doscientos años desde su nacimiento. El cuerpo de Machuca intentaba compensar esta diferencia y quemaba lo que debía envejecer. El bibliotecario sintió que esa lucha por frenar las fauces de la bestia con su mazo duró más de veinte años.
De pronto, y por fortuna, el animal dejo de moverse y vomitó sangre. Mahapu había encontrado el punto exacto donde apuñalarlo. A ella, esta sola acción le arrebató tres años. Cuando apartó el cadáver de la bestia, por el cuerpo del muchacho habían transcurrido efectivamente más de veinte años... Veinte años de lucha encarnizada que terminaron por transformar al bibliotecario en un hombre fornido, duro y áspero como un nudo. “¿Qué hay en el baúl?”, preguntó con su nueva voz. A Mahapu se le partió el corazón al escucharlo. “Parmio y un libro. Un libro de ciencia, cálculo y equivalencias temporales. Es invaluable en las manos de un brujo”.
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