Reseña de No llores por mí, Inglaterra: efectos para el futuro

Por Emilio Gola

Buenos Aires, 1806. Las Invasiones Inglesas están en marcha. El general William Beresford sabe que los refuerzos tardarán en llegar y que una revuelta de los criollos es posible. Así es que decide distraer al pueblo con un deporte nuevo: el fútbol. Pero, pronto, todo gira hacia un partido entre la incipiente Argentina e Inglaterra, y las milicias deciden aprovechar la ocasión para expulsar a los británicos.

Ingleses que hablan en perfecto español, criollos que juegan a una disciplina anacrónica, cantitos de cancha y una Buenos Aires con dos barrios enfrentados: las licencias artísticas afloran en cada rincón de la comedia No llores por mí, Inglaterra, pero no en su reconstrucción histórica, aquella que rescata casi toda una ciudad gracias a los efectos visuales realizados por computadora (CGI y VFX, en el convencionalismo de la industria), algo con pocos precedentes en la historia del cine argentino.

Al interior de un montaje dinámico, sin ambiciones desmedidas y apoyado en un sonido muy bien logrado, el fútbol y la batalla contra los británicos se entretejen frente a varios fondos digitales. La pantalla verde permitió que alumnos de Escuela Da Vinci participaran con modelos de casas, arcos, plazas, barcos y hasta edificios emblemáticos, como el Cabildo, la Recova y la Plaza de Toros.

Incluso al ojo entrenado le puede costar ver los límites de lo artificial en algunos momentos complejos, tales como las fragatas en el Río de La Plata o los “hinchas” en tribunas enteramente hechas con píxeles. Es todo un logro si se considera una paleta de colores que podría haber revelado los trucos: sus tonos son casi furiosos, tanto en los uniformes ingleses y españoles como en los mismos partidos de fútbol.

Son ejemplares las situaciones como el discurso de Beresford (Mike Amigorena) frente al Cabildo, la dirección técnica de Sampedrito (Diego Capusotto) para con la selección argentina, o la del protagonista Manolete (Gonzalo Heredia) al momento de su intento de viaje a Brasil. Los personajes están delante de fondos ficticios, pero su integración es verosímil.

También sobresale la escena donde los argentinos prueban su recién formado equipo contra la escuadra uruguaya. En un fondo que, esta vez sí, decide separarse de las figuras, el juego de luces, sombras y planos sobre los cuerpos de los futbolistas es soberbio. Es que la película, simpática en general, sorprende en dos instancias: se toma en serio a sí misma, pero deja espacio para el riesgo audiovisual en los momentos justos.

Vale destacar que el final, con la rendición de Beresford a Santiago de Liniers representada en el famoso cuadro “La Reconquista de Buenos Aires” de Charles Fouqueray, también se transforma en un momento a tener en cuenta para el futuro de los efectos nacionales. Color, movimiento y fondo encajan en algo digno de apreciar y que eleva el tono de la comedia hacia el respeto, tanto para la historia como para la propia creación de los artistas visuales.

 

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